Según la fecha apuntada en el libro, leí Oculto sendero por primera vez en noviembre de 2016, al poco tiempo de que lo publicase la editorial Renacimiento de la mano de Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga. Recuerdo que los ecos a los libros de Celia, que me sé de memoria y que leía una y otra vez de niña, fueron lo que más me llamó la atención. De pronto nació en mí una nueva perspectiva sobre esa niña rebelde, solitaria e incomprendida, una dimensión que nunca antes me había planteado. Muchísimas cosas de esas historias cobraron sentido para mí gracias a este alter ego de Elena Fortún que es María Luisa, la protagonista de Oculto sendero, que a su vez ilumina el otro alter ego que es Celia, a quien le «pilló la guerra» (que diría Gloria Fuertes) sin permitirle ser la mujer que siempre había soñado ser.
Este verano recuperé la novela autobiográfica de Elena Fortún debido a mi ponencia sobre escritoras españolas lesbianas en la Biblioteca Nacional, y lo que iba a ser un hojearla por encima se convirtió en devorarla de nuevo, fascinada. Qué rabia me ha producido la situación de las mujeres, sometidas a sus familias de niñas y a sus maridos de adultas, sin voz. ¡Y estamos hablando de antes del 36! Qué despreciable forma de tratar a las artistas, nunca reconocidas. Nuestra protagonista pinta en el baño con los restos de los tubos de acuarela que su marido tira a la basura. Qué brutal la honestidad de la autora en temas como el sexo o la maternidad, que incluso en Celia ya es una cuestión compleja, con esa madre que quiere ser moderna y al mismo tiempo se reconcome de culpabilidad.
Otra cosa que me ha impactado es que María Luisa ni siquiera conoce hasta casi la treintena la existencia de lesbianas, ni siquiera sabe de la posibilidad de ser lesbiana. Por tanto su confusión es aún mayor y la forma en que luego todo encaja, desgarradora.
Las lesbianas, en la España de hoy, vivimos en el mejor y en el peor de los tiempos. Todavía sigue siendo insoportable para mucha gente que nuestra existencia fluya libre de la mirada masculina. Pero si María Luisa hubiera vivido actualmente, hubiese podido poner nombre a su deseo y a su rechazo. Quizá le habría ocurrido como a mí, que aún niña, a finales de los 80, escuché hablar sobre esas mujeres, despectivamente, a mi profesora. Un niño de clase dijo que las chicas no podían hacer esto o aquello. Conchita respondió algo que se me quedó grabadísimo: «Niñas, defendeos cuando un chico diga una tontería así. Pero tampoco hay que pasarse y volverse feminista. Las feministas son unas amargadas que no se depilan las axilas y que acaban haciéndose lesbianas porque odian a los hombres».
Tal vez María Luisa hubiera reaccionado como yo. Algo me sonó tan bien que no paré hasta descubrir qué significaba eso de feministas y lesbianas. Y aunque todo el mundo en mi familia me lo explicó como si fuera algo malo, yo lo encontré maravilloso.
Decidí que era lesbiana cuando tenía 15 años, en el verano del 92. Por tanto, el verano que viene hará 30 años que mi deseo tiene nombre.
Y tiene nombre gracias a las que me precedieron, como Elena Fortún.
Así celebro esta mañana mi segunda dosis de pfizer, desayunando con ella.
Oculto sendero
