El lunes nada más llegar a mi pueblito costero me lancé al mar. Y nada más lanzarme al mar noté una descarga eléctrica en un brazo. Tenía un alga extraña adherida que traté de arrancarme con un alarido. No se iba la cabrona. Creo que tenía tentáculos. Feliz Mediterráneo con una urticaria en el brazo derecho que se extiende por la espalda y que me pica tanto que busco rocas calas con piedras en lugar de arena troncos de palmera lo que sea donde frotarme como una perra en celo qué picor señoras qué bienvenida y cómo añoro el afilado gotelé de mi piso viejuno madrileño. Qué lugares tan liminales son los sitios de playa. Con esa ropa que solo tiene sentido aquí —pareos, sombreros, collares enormes— y que cuando sacas de la maleta a la vuelta parece haberse marchitado y esa gente que pasea por el puerto en unidades familiares morenas repeinadas y coloniosas y leer la Pronto de mi madre las gaviotas que se ríen como grupos de amigas borrachas (quiero emborracharme con un grupo de amigas) corregir mis relatos sentir añoranza de algo indefinido pensar que mis vecinas de aquí solo me han visto con coleta y la cara brillante de sudor mosquitos contra la pantalla iluminada del móvil y querer rascarme rascarme rascarme todo el rato.
Creo que tenía tentáculos
