Yo la llamo Satis desde siempre, porque así me imagino la destartalada mansión donde Miss Havisham trata de detener el tiempo en Grandes esperanzas. Aunque esta casona olvidada mira al mar, mira a los ojos del Bajo de Fuera (ese iceberg hecho de roca a cuyos pies descansa un titanic genovés con el nombre de Sirio), y recibe de noche la caricia intermitente (dos destellos blancos cada diez segundos) de un faro decimonónico. Está desconchada y su pintura azul picada por la sal, ¡salpicada! Tiene un enorme ventanal a través del cual se atisba un exótico trampantojo. El jardín crece a su capricho y siempre sueño con un diario abandonado en el cajón de una cómoda carcomida, una taza con restos secos de pintalabios, una palabra escrita en el polvo.
El mar lo hace todo humilde. Hasta este suntuoso caserón significa poco ante su rugido cíclico. Las olas que saludan con una reverencia me recuerdan que la vida no es una línea compuesta de hitos y pesares sino un vaivén de luces y oscuridades. Estoy aprendiendo que no se trata de tener el control ni de alcanzar ninguna meta, sino de levantarse cada mañana, decir sigo aquí, sigo aquí, y con agradecimiento devolver el regalo de estar viva con algún tipo de creación. Una cultura de dones en lugar de productiva.
En fin, el mar. Quizá si Satis hubiera estado delante de esta playa, Miss Havisham se hubiese dado cuenta de que no podía domesticar tiempo.
Una tiene que posar la vista en el océano de vez en cuando para poder soñar.
Satis
