Un AVE a Barcelona, sin dinero para la estancia, toda la noche merodeando por la ciudad hasta coger el de la mañana siguiente.
Un tren a Lisboa para llorar en el Bairro Alto.
Alsas, no tengo dedos en las manos.
Autobuses verdes a Pozuelo de noche para llegar cuando sus padres dormían, desde la otra punta de Madrid.
Un avión que atravesó el Atlántico, para estar dos días.
Una bici bajo el sol murciano de las tres de la tarde (agosto).
Perdida en el intercambiador de autobuses de Plaza de Castilla.
El renqueante 34 cruzando Carabanchel, polvazo y vuelta al trabajo.
Una escala en Islandia y pedir a la dependienta del duty free que me enviase esa carta, que le tenía que llegar una carta desde Islandia (lo hizo).
Un patinete que admitía menos peso de lo que yo pesaba (no se rompió).
Un monopatín porque ella hacía virguerías en la Plaza de Colón.
Una moto, aterrorizada, rezando agarrada a su cintura, solo por rezar agarrada a su cintura.
Un flotador gigantesco con forma de flamenco y rajarme la planta del pie con las rocas al perseguirlo cuando huyó a capricho del viento.
Un ferry naranja.
Copilota en Pensilvania, parándonos a comprar tartas a los amish.
Un puto binter.
Metro cambiando de vagón en cada estación para encontrarte.
Mi vida contada en viajes por amor.
Me faltaba un caballo.
Siempre me han dicho que soy una novelera.
La Castellana de arriba abajo a lomos de un appaloosa.
¡Escríbelo, novelera!
¡Escríbelo, novelera!
