Habrá quien piense que parezco una millennial con tanto selfie. Fair enough! Pero es que un día me miré en el espejo, me gusté y decidí que cuarentona y gorda era el momento perfecto para reivindicarme sin más filtros que un inofensivo valencia de vez en cuando.
Aquí estoy cometiendo el terrible acto de no hacer nada más que pensar (bueno, y el selfie). Algo no productivo. ¡Qué horror, matadme!
Y pensaba yo que en esta asquerosa cultura de grisura diseñamos la vida bajo el escalofriante yugo de “progresar”. Se supone que empiezas siendo gilipollas y precaria y vas ascendiendo en lo que sea (en ser una feminista cada vez más molona, en tu curro, en lo que sea) hasta tener un puesto en el que mandar a quienes están en las primeras casillas. Y si por lo que fuera vuelves atrás, es que eres idiota.
Otras culturas que no son la neoliberal capitalista macha facha contemplan la vida desde un punto de vista cíclico. A veces no tienes ni idea de nada. Después estallas en creatividad y aciertos. Pero luego te encierras en un capullo del que emerges totalmente cambiada. Seguidamente, la cagas. Y después cumples un sueño. Y más tarde te desmotivas. Y fracasas. Y aciertas. Y así. Porque ni el tiempo ni nuestras preciosas y frágiles vidas son lineales.
Una cultura en la que la gente te mire y te trate de otra manera en tus momentos bajos para luego darte palmaditas en la espalda cuando eres, brrr qué frío, productiva, yo no la quiero.
Yo aspiro en la que espero sea la segunda mitad de mi vida a rodearme de gente que celebre mi cuerpo serrano y ame mi alma hasta en sus momentos más oscuros.
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